domingo, 29 de abril de 2018

Un avioncito aterrizando suavemente en tu espalda

Como Emil Cioran nunca voy a creer de ninguna manera en el psicoanálisis. No sé quien fue el que dijo que "el psicoanálisis es una oreja que oye", creo que fue mi amigo Mario Wong hacia 1986 en el chifa el Wony mientras salíamos borrachos de ahí y claro que estaría parafraseando a alguien, y ustedes, conocedores profundos de las artes de interpretación de las personas, saben con seguridad por demás quien fue el autor de la frase.
Ahora que por razones múltiples, entre ellas porque soy una persona común y corriente, en los últimos meses suelo quedarme pensando en la muerte por ratos que se prolongan y se prolongan. Esto para mi no quiere decir gran cosa porque al parecer soy un campeón en pensar en asuntos que no están a la orden del día en la conversación que estoy sosteniendo, en otras palabras, soy un reverendo distraído. Y así odiando a los que traten de meter sus bazas psicoanalíticas entre mis palabras recuerdo una historia que me contaba mi papá cuando vivíamos en Pueblo Libre, a cuatro cuadras de la Universidad Católica, y con el absurdo que me caracteriza tenía muchas pero muchas personas que se acercaban a mi mesa en las cafeterías de la universidad -entre el 95 y el 2000- y yo me proponía no repetir de tema de conversación en ninguna ocasión. Habría sido denigrante para mi en ese entonces repetir un tema ya abordado antes a lo largo de la mañana o la tarde, que si la conversación anterior había tratado de Bruno Schulz, Gombrowicz e Isaac Bashevis Singer, la siguiente conversación tenía que representar un giro cualquiera de la anterior, y por ejemplo, tratar de la música de Bach, y la siguiente de las películas de Kurosawa. Muy cultural, claro está, era mi menú, pero la regla de oro era no repetirse, porque si me repetìa en el diálogo merecía tirarme de un puente y ver cómo los perros se acercaban hacia mi en esa hora aciaga. O también podìa suceder que en esos diálogos solo hacía valer a Natalie Portman en la película que sale con un collarcito negro, o Jennifer Connelly de chica judía bailando escondida en el bar de Moe.
En fin, todos quienes me leen saben que de pronto el tema del Aeropuerto de Chinchero se ha vuelto una especie de leit motif para mi, y entiendo que hayan cientos de miles de personas que al ver un nuevo texto mío sobre el tema no les interese ni en lo más remoto de su ser siquiera la primera línea de lo que escribo. Otros, más amables, empáticos y con un sentido de la importancia de lo que se está escribiendo (porque creo que es importante, porque desbarata un proyecto de mierda que muchos peruanos incautos piensan que le va a traer algún beneficio al país), y siguen mis artículos, personas de las que yo me encuentro completamente agradecido. Pero sucede ese algo por el cual he empezado escribiendo de la ingente cantidad de gente que jodería con el psicoanálisis y cosas semejantes. Sucede que mi padre me contaba que cuando era Director de la Regional de Caminos en Piura -en ese entonces el director del colegio San Ignacio de Piura era Monseñor Bambarén-, en fin, cuando era Director de la Regional de Caminos de Piura y yo acababa de nacer, lo mandó llamar el Jefe de la Región Militar del Norte del Perú (creo que es la IV Región), y lo llamó a su oficina y le exigió un Aeropuerto para los militares acantonados en la ciudad de Piura (supongo que Talara ya tenía un Aeropuerto). Mi padre le dijo que el presupuesto del Ministerio de Fomento tenía ya asignadas en el plan anual los gastos que se iban a realizar en los diversos rubros. El general carraspeó, lo miró, y luego pasaron a despedirse.
Un tiempo después, el general de la Región Militar Norte volvió a llamarlo, y esta vez el general subió el tono de voz y le increpó y lo mandó al orden y lo conminó a que se comunique con el Presidente de la República, en ese entonces Fernando Belaúnde bajo su primer gobierno, y mi papá contó a su manera que en ese momento "se le subió el indio" y le dijo al general que daba por terminada la reunión y que no tenía nada que hablar con él, porque ya le había señalado con claridad meridiana que el presupuesto no tenía contemplado un Aeropuerto y que nadie podía actuar a capricho con el Presupuesto de la República, y que no llamaría al Presidente ni de a vainas.
Un tiempo después, un mes o dos, el Ministro de Fomento visitó Piura, y el general en cuestión, no asistió a recibir al Ministro, cosa que desde la perspectiva protocolar de la escena oficial peruana en todos los departamentos del Perú, era un grave desaire. En fin, tiempo después este general dio un golpe de Estado a Belaúnde el 3 de octubre de 1968 e inició lo que se llamó "el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas", y nosotros viajamos a Cajamarca donde fui muy feliz porque todas las secretarias del Ministerio me regalaban Sublimes en una escaleras por las que bajaban, y me trepaba escalón por escalón por el cerro Santa Apolonia, y luego al llegar a Lima a los 4 años mi padre se enfermó del estómago por la comida que servían en el comedor del Ministerio de Fomento, que el decía que era horrible y grasosa, y yo luego de ingresar a la Universidad llevé Realidad Social Peruana y sé bien lo que pasó con la sustitución de importaciones que dada la protección fue la gloria para la industria peruana y sus empresarios, que la Reforma Agraria trasformó de un brinco la hacienda tradicional de la sierra sur, y que la Reforma Educativa hizo que tuviera a un profesor que llegaba siempre borracho a clase, zigzagueando entre las carpetas, que se llamaba Wilmar Flores, que nos hablaba de Túpac Amaru y recuerdo que una vez afirmó que los años bisiestos eran cada dos años, y que levanté tímidamente la mano y luego le señalé que no era así, que los bisiestos ocurrìan cada cuatro años, y que hacia 1986 cantaba en nuestras reuniones, junto a Javier Torres, Carlos Cordero, Chiny Polar, las canciones del gobierno de Juan Velasco Alvarado con una nostalgia de la patada.

viernes, 30 de enero de 2015

Guy de Maupassant y Swinburne

El joven Guy de Maupassant, a los dieciséis años, ya era un auténtico torito normando. La descripción se la debemos a su tío materno, el gran Gustave Flaubert, que fue casi un padre para el muchacho, porque el señor Maupassant mostró desde el día mismo de su boda un apasionado interés por todas las mujeres de la región salvo la suya. La señora Maupassant lo echó de casa y convirtió al joven Guy en su confidente. La señora devoraba libros a la par de su famoso primo escritor, pero el joven Guy se le fue de las manos: a los dieciséis lo pescaron en el internado leyendo un libro del Marqués de Sade y lo echaron. Se decidió que ingresara en el férreo Liceo Militar de París pero le concedieron antes unos días en el balneario de Etretat. Cada amanecer, el joven Guy bajaba a la playa a esperar a los pescadores, que aceptaban llevarlo de faena con ellos porque aquel niño bien remaba como nadie, tenía la fuerza de un buey para alzar las redes y no pedía otra paga que sentarse a beber con ellos después, hasta que partía detrás de una pollera.
Un día en que el mar estaba picado, rescataron en las aguas de la bahía a un nadador que había quedado atrapado en un chupón y se estaba ahogando. Resultó ser un inglesito enclenque que, a pesar del susto y de que eran las diez de la mañana, seguía borracho perdido cuando lograron subirlo al bote. Era el poeta Algernon Swinburne, el niño fauno, el perverso polimorfo que encandilaba y escandalizaba por igual a Inglaterra con sus arrebatos. Oscar Wilde diría años después que todo en Swinburne era impostado, que se dedicaba más a predicar los vicios que a practicarlos, y quizás algo de cierto había porque el ebrio y desfalleciente rescatado tuvo ojo suficiente, una vez subido al bote, para notar que el joven Guy era diferente al resto de sus salvadores y al día siguiente el muchacho fue invitado a almorzar a la cabaña del inglés que hospedaba a Swinburne. El anfitrión se llamaba Powell y en Etretat se decía que era noble y que estaba en Francia por culpa de la Justicia: había tenido “repetidos accesos de ternura con menores”. El joven Guy tranquilizó a sus amigos pescadores y les prometió que les traería de vuelta unas botellas de buen licor.
Cuando Powell y Swinburne salieron a recibirlo, el joven Guy se dijo que podía alzar a ambos ingleses con un solo brazo, pero una vez que entró y lo envolvieron en su charla se sintió un joven palurdo de provincia que por primera vez en su vida tenía delante “la exaltación y la intensidad del arte”. La cabaña era tosca y cualunque por fuera, pero su interior era de un lujo macabro. Mucho terciopelo, ramilletes de lilas en todos los rincones, extraños cuadros de lunas con rostro humano y bibelots igualmente extraños desparramados por todas partes, entre ellos una auténtica mano disecada. Swinburne era pelirrojo, vestía levita celeste con el cuello abierto, “como el que está por ser guillotinado”, y su estilo verbal era “el de un visionario que busca sistemáticamente la sensación excesiva”. Powell no se quedaba atrás: tenía un mechón blanco como la nieve en la melena negra, las uñas de los meñiques largas y encerradas en estuches de oro como los chinos y se acariciaba el rostro distraídamente con aquella mano disecada. Había también un mono que chillaba y cagaba por todas partes y no se sirvió vino sino ajenjo con el almuerzo, pero al joven Guy no le importó porque la conversación era de nivel superior.
“Si el genio es, como dicen, un delirio de la más alta inteligencia, Algernon Swinburne era un genio”, escribiría años después Maupassant, en las sucesivas versiones que dio de la historia. En el prólogo a la traducción francesa de las baladas de Swinburne hizo hincapié en el bizarro genio del poeta. En su crónica “El inglés de Etretat”, relata que el verano siguiente volvió a la cabaña pero los ingleses se habían ido y estaban rematando sus pertenencias. Al parecer, uno de los criados terminó matando al mono y sirviéndoselo a sus patrones en la mesa y ellos lo corrieron a tiros hasta el pueblo, cosa que colmó la paciencia local. Maupassant termina el cuento diciendo que compró la mano disecada como recuerdo de tan formidables personajes. Dio más detalles en una conversación con sus amigos Daudet y Goncourt que éste registró en su célebre Diario: “Sí, vivían juntos y se satisfacían entre ellos o con carne de mono regada en ajenjo o con los criados adolescentes que se hacían enviar desde Inglaterra cada tres meses. Decían que el libertinaje francés era frívolo y superficial, que el sexo se trataba de agotar los refinamientos más dolorosos y procedieron a mostrarme un álbum de láminas inenarrables, mientras me preguntaban si prefería la mordaza o el cloroformo, la fusta o las esposas. Yo les confesé que me gustaba ir a la playa a contemplar las bañistas con las ropas mojadas y adheridas, para adivinarles los pechos. Pero los anglosajones no saben qué son los pechos; de ahí proviene, creo, su confusión y ferocidad en la lujuria. No pude resistir demasiado en esa atmósfera alucinatoria, pero el recuerdo nunca me abandonará”.
Como se sabe, Maupassant entró en la literatura francesa como un meteoro (con su cuento “Bola de sebo”, publicado un mes después de la muerte de Flaubert) y salió de escena sólo diez años más tarde, “como la grieta que deja un rayo en el cielo”, según sus propias palabras. Conservó su vigor físico hasta el final y era capaz de remar ocho horas seguidas contracorriente hasta que lo internaron. Algunos adjudican su locura a la sífilis y otros a las cantidades industriales de morfina con que combatía su tedium vitae. “Fornicar es tan monótono como escuchar agudezas de los amigos, y lo mismo me pasa con las noticias de los diarios y con los libros. Todo es trivial y no hay suficientes maneras de componer una buena frase”, le escribió a su célebre tío cuando tenía veinte y seguía pensando lo mismo a los treinta y cinco, cuando se disparó una pistola en la sien. Su fiel mayordomo Tassart había tenido la prudencia de cargar salvas en la pistola pero no atinó a desa-filar lo suficiente el abrecartas con que Maupassant intentó cortarse la garganta poco después. Lo recluyeron en un manicomio, allí andaba en cuatro patas y comía sus propios excrementos. Las últimas palabras que escribió fueron: “Monsieur M se está animalizando”.
Swinburne sobrevivió más de veinte años a Maupassant, viviendo como un niño adoptado en el castillo de un amigo en Inglaterra: se sentaba educadamente a la mesa, no profería palabra y pedía permiso para volver al jardín en cuanto terminaba su plato. Era como una reliquia de otro tiempo: ya no escribía, tampoco leía a sus contemporáneos, nunca supo lo que escribió de él ese joven normando que lo salvó de las aguas. Especialmente la coda final que dio Maupassant a la historia, en su cuento “La mano disecada”, donde un joven bohemio cuelga una mano disecada en la cabecera de su cama y amanece con la habitación hecha trizas, marcas moradas en su garganta y fuera de sus cabales para siempre, cuando la policía alertada por sus gritos logra por fin echar la puerta abajo y entrar.

(Texto escrito por Juan Forn)

jueves, 25 de septiembre de 2014

Once Upon a Time in America (Erase una vez en América)



La chibola de la fotografía es el espíritu mismo de la primera parte de la película, porque qué hacemos con esa película sin ella niña y judía y llena de carácter y jodida como ella sola. Su versión mayor, es decir el mismo personaje adulto dentro de la película, no tiene la relevancia ni el sentido de lo clandestino, singularmente clandestino, dada la seriedad con que esta niña encara su afición, porque lo que se encuentra escondido es su resolución imaginaria de dedicarse a la danza, la tenacidad para pensarse luego bailarina o actriz, o todo eso junto, y la trastienda del bar de Moe era todo lo amplia para que el voyeurismo que disfrutaba el adolescente que luego interpretará Robert de Niro en la película también lo disfrutemos nosotros.

viernes, 15 de agosto de 2014

Merlina le enseña a bailar a Largo


domingo, 24 de noviembre de 2013

Baruch Spinoza

Yo era un niño mentiroso. La culpa era de la lectura. Tenía mi imaginación siempre incandescente. Leía en clase, en el recreo, camino de casa, de noche bajo la mesa, tapándome con un mantel que llegaba al suelo. Debido a los libros pasé por alto todas las cosas de este mundo: las escapatorias de la escuela al puerto, el comienzo de los billares en los cafés de Gréchevskaya, los baños en Lanzherón. No tenía amistades. ¿A quién le agradaría tratar a un tipo así?

Un día vi en poder de Mark Borgman, nuestro primer alumno, un libro sobre Spinoza. El acababa de leerlo y sin poder contenerse comenzó a hablar a los muchachos que le rodeaban de la Inquisición española. Lo que contaba era una farfulla científica. Las palabras de Borgman estaban desprovistas de poesía. No aguanté y me entrometí. Hablé a los que quisieron escucharme del viejo Amsterdam, de las tinieblas del ghetto, de los filósofos-tallistas de diamantes. Agregué mucho de mi cosecha a lo leído en los libros. Sin eso no podía pasar. Mi imaginación confería fuerza a las escenas dramáticas, trastocaba los finales, ponía misterio en los comienzos. La muerte de Spinoza, su muerte redimida y solitaria, quedó trasformada por mi imaginación en una contienda. El sanedrín quiso obligar al moribundo confesar, pero él no retrocedió. Allí mismo intercalé a Rubens. Me imaginé que Rubens había permanecido ante el lecho de Spinoza y había sacado la mascarilla mortuoria.

Mis condiscípulos escucharon la fantástica novela con la boca abierta. Fue una novela contada con inspiración. Nos separamos con disgusto al oír el timbre. En el recreo siguiente Borgman se acercó a mí, me tomó de la mano y comenzamos a pasear juntos. Al poco rato nos pusimos de acuerdo. Borgman no tenía las fastidiosas características del primer alumno. Para su cerebro recio la ciencia escolar era como los garabatos al margen de un libro auténtico. Buscaba esos libros con verdadera ambición. Con la ingenuidad de nuestros doce años sabíamos ya que le esperaba una vida sabia, nada común. No preparaba las lecciones, sólo las escuchaba. Aquel muchacho juicioso y formal me tomó afecto por mi manera de trastocar todas las cosas del mundo, las cosas más simples que cabe imaginar.




(Isaak Babel, “En el sótano”, de CUENTOS DE ODESSA, pg. 91, 92)


Franz Kafka en la playa e inhibido

Cosas que cuenta de él, Jacques Kohn, su amigo. 

“-Mi joven y querido amigo, la verdad es que soy prácticamente impotente. La impotencia siempre comienza con gustos en exceso refinados. Cuando uno tiene hambre de veras no necesita caviar y turrón. Y yo he llegado a un punto en que no hay mujer que me parezca realmente atractiva. No hay defecto que se oculte a mi vista. Y esto es impotencia. Los vestidos y los corsés con transparentes para mí. No hay perfume ni colorete que me engañe. No me queda ni un diente, pero en cuanto una mujer abre la boca veo hasta el más leve empaste. Lo cual, dicho sea de paso, era el gran problema de Kafka en cuanto escritor. Kafka veía todos los defectos, los ajenos y los propios. En su mayor parte, la literatura es obra de plebeyos y chapuceros como Zola y D´Annunzio. En el teatro, yo veía los mismos defectos que Kafka veía en la literatura, y esto nos unió mucho.  Kafka ensalzaba hasta el extremo nuestras lamentables obras en yiddish. Se enamoró locamente de una actriz pedante y melodramática, madame Tschissik. Cuando pienso que Kafka amó a aquel ser y lo hizo objeto de sus sueños, siento lástima hacia los humanos y sus ilusiones. En fin, la inmortalidad no es demasiado remilgada. Todos los que, por una razón u otra, han sido íntimos de un gran hombre entran con él en el ámbito de la inmortalidad, y a veces lo hacen calzados de las más burdas botas.

Ahora bien, es curioso que Kafka, pese a su juventud, vivía atormentado por las mismas inhibiciones que son la tortura de mi ancianidad. A Kafka estas inhibiciones lo tenían paralizado, tanto en materia literaria como en cuestiones carnales. Ansiaba amar, pero huía del amor. Escribía una frase e inmediatamente la tachaba. También Otto Weininger era así, loco y genial. Lo conocí en Viena. No cesaba prodigar aforismos y paradojas. Dijo una frase que jamás olvidaré: “Dios no creó las chinches.” Es preciso haber vivido en Viena para comprender estas palabras.



En realidad, pese a que las mujeres hacen cuanto pueden para poner de relieve los encantos de sus cuerpos, saben tan poco acerca del significado de la sexualidad como acerca del significado del intelecto. Por ejemplo, fijémonos en la señora Tschissik. ¿Qué tuvo aquella mujer, salvo su cuerpo? Ahora bien, más valía no preguntarle qué es un cuerpo, en realidad. Actualmente, es una mujer fea. Cuando era actriz, en los tiempos de Praga, aún conservaba un algo…Yo era el primer actor. Ella era una actriz de segundo orden, con apenas una chispita de talento. Fuimos a Praga con la idea de ganar algún dinero, y allí encontramos a un genio, a un homo sapiens en su cumbre de actividad de autotortura. Kafka quería ser judío, pero no sabía cómo. Quería vivir, pero tampoco sabía cómo. En cierta ocasión le dije: “Franz eres joven, haz lo que todos hacemos” Había en Praga un prostíbulo en el que me conocían bien, y convencí a Kafka que fuera conmigo a ese sitio. Kafka todavía era virgen. Prefiero no hablar con la muchacha con la que estaba prometido en matrimonio. Kafka vivía hundido hasta el cuello en el barro burgués. Los judíos de su círculo tenían un ideal, el ideal de convertirse en gentiles, y no en gentiles polacos, sino en gentiles alemanes.  En resumen convencí a Kafka de que debía intentar aquella aventura. Le llevé a una oscura calleja, en el ghetto antiguo, en donde se encontraba el prostíbulo. Subimos los empinados peldaños. Abrí la puerta. Parecía un escenario, con las rameras, los chulos, los visitantes y la madama. Jamás olvidaré aquel instante. Kafka se echó a temblar y me tiró de la manga. Luego dio media vuelta y bajó las escaleras tan de prisa que temí se quebrara una pierna. Al llegar a la calle se detuvo y vomitó como un colegial. De regreso pasamos ante una vieja sinagoga, y comenzó a hablar del golem e incluso estaba convencido de que el futuro nos depararía otro golem. Forzosamente tenía que haber palabras mágicas capaces de convertir un montón de arcilla en un ser vivo. ¿Acaso, Dios, según nos dice la Cábala, no creó el mundo por el medio de pronunciar sagradas palabras?


(Isaac Bashevis Singer, “Un amigo de Kafka”, pgs. 9, 13, 15-16)

La hermosa cantante calva


Vayamos directo al año 1992. Para entonces, Sinéad O’Connor había sacado tres discos y se había hecho famosa en todo el mundo gracias a –entre otras cosas– su versión de “Nothing Compares 2 U”, el tema que terminó de hacer rico a Prince. Entonces, año ’92, Bob Dylan cumplía 30 años en la música y lo homenajeaban en el Madison Square Garden. Varios artistas se presentaban para hacer alguno de sus temas, de lo que luego surgiría el álbum The 30th Anniversary Concert Celebration. “Me enorgullece presentar a la próxima invitada, cuyo nombre se convirtió en sinónimo de coraje e integridad”, dijo Kris Kristofferson cuando Sinéad –flaquísima, rapada a cero, hermosa– salió al escenario. El público estadounidense no opinaba lo mismo. Era esa irlandesa hereje la que, semanas atrás, había roto la foto del Papa ante la cámara en Saturday Night Live, uno de los late shows más vistos de ahora y de siempre. Años después tendrían que agachar la cabeza: el Vaticano sabía de los casos de abuso sexual infantil por parte de sus curas y nunca había abierto la boca. Eso en su país se conoció antes, aunque tampoco allí le perdonaron fácilmente el exabrupto.


Al principio, el abucheo se confundió entre gritos y aplausos (había quienes aplaudían también), pero mientras arriba del escenario se preparaban para hacer “I Believe in you”, estaba clarísimo: la odiaban. Ella se quedó inmóvil –la más digna de las Magdalenas–, los brazos cruzados en la espalda y la mirada fija en el público que la apedreaba. Kristofferson se acercó y le habló al oído; dijo algo así como “no dejes que estos idiotas te pongan mal”. Su respuesta se oye perfecto: “No estoy mal”. Entonces hizo callar a los músicos, se sacó los audífonos y cantó a capella lo mismo que aquella noche en televisión: “War”, de Bob Marley. “Hasta que la filosofía, que pone una raza por encima de otra, sea para siempre desacreditada y abandonada, en todos lados hay guerra”, gritó y los miró desafiante. Después sí, les dio lo que querían: se fue llorando y se abrazó con Kristofferson. Veinte años después, esos cuatro encrespantes minutos de filmación todavía la representan, porque en ese video está casi todo: la voz, las convicciones, la locura, la sensibilidad.




Lo de rechazar las nominaciones a los Grammy “porque la industria musical es materialista”, o negarse a tocar en un concierto en Nueva Jersey si antes pasaban el himno nacional (a lo que un muy correcto Frank Sinatra amenazó con “pegarle una patada en el culo”), fueron simples pataleos contestatarios; pero frente a las denuncias por pedofilia en las iglesias y las así llamadas guerras religiosas no pudo hacerse la distraída. Entonces pasó lo que pasó en televisión. En el backstage pidió que le hicieran un primer plano al finalizar la canción porque iba a mostrar la foto de un chico desnutrido; la imagen terminó siendo la del Papa, y el resto, bueno, lo saben todos: en la escena más rockera de los últimos tiempos, no aturdía un solo de guitarra sino un silencio total.

Es que todo lo que estaba sucediendo en el momento le tocaba nervios demasiado sensibles. Primero estaba su propia religiosidad: Sinéad es una creyente apasionada en Jesús y la Santísima Trinidad, y está convencida de que hay que salvar a la Iglesia de los “demonios” que dicen representar a Cristo. Y después, la memoria del maltrato que sufrió de chica. Según contó en todas partes, la madre la golpeaba, la agredía verbalmente y hasta la incitaba a robar. En una carta abierta (descarnada, más bien) publicada en el Irish Times en el ’93, pedía por favor a los medios que dejaran de lastimarla, que cargaba con mucho dolor por los efectos de la violencia en su vida, y que necesitaba liberarlo para que no se volviera autodestructivo: “Sólo cuando pueda espantar las voces de mis padres y adquirir un mínimo de autoestima, voy a poder cantar realmente”. Cantar para borrar el dolor, para sanar, fue lo único que le interesó siempre a Sinéad O’Connor, no lo que pasara después con el disco en la calle. Y aunque nunca faltan los escépticos (la película del art pour l’art ya la vimos), o los del discurso de que “ser controvertido” garpa, lo cierto es que no sólo ninguno de sus discos posteriores fue tan exitoso como el segundo sino que ella misma se encargó de hacer siempre todo lo contrario para que sí lo fueran.
(Micaela Ortelli)

jueves, 31 de octubre de 2013

Stanislaw Wietkiewicz-Fotografías

miércoles, 12 de junio de 2013

Aula de ballet, durante la Segunda Guerra, en Rusia

domingo, 12 de mayo de 2013

Suciedad


22 de agosto de 1972
En el Sunday Times de ayer, una noticia desde Fracisctown, en Botswana. La semana pasada, en plena noche, un auto, un modelo norteamericano de color blanco, se detuvo ante una casa de una zona residencial. Bajaron unos hombres con pasamontañas, derribaron la puerta a patadas y empezaron a disparar. Cuando finalizaron los disparos, prendieron fuego a la casa y se marcharon. Los vecinos sacaron siete cadáveres de entre las brazas: dos hombres, tres mujeres y dos niños.
Los asesinos parecían ser negros, pero uno de los vecinos les oyó hablar entre ellos en afrikaans y estaba convencido que eran blancos con la cara ennegrecida. Los muertos eran sudafricanos, refugiados que se habían mudado a la casa una semana atrás.
Cuando piden un comentario, a través de un portavoz, al ministro sudafricano de Asuntos Exteriores, dice del informe que no ha sido “verificado”. Añade que habrá investigaciones para determinar si los fallecidos eran realmente ciudadanos sudafricanos. En cuanto al Ejército, una fuente no especificada niega que la Fuerza de Defensa de Sudáfrica niega que haya tenido que ver con el incidente. Sugiere que lo más probable es que los asesinatos hayan respondido a un asunto interno del Consejo Nacional Africano y que reflejen las “tensiones en curso” entre facciones.
Una semana tras otra se habla de sucesos similares en las zonas fronterizas, asesinatos seguidos de anodinos desmentidos. El lee las noticias y se siente sucio. ¡De modo que es a esto a o que ha regresado!  Sin embargo, ¿en qué lugar del mundo puede uno esconderse donde no se sienta sucio? ¿Acaso se sentiría más limpio en las nieves de Suecia, leyendo desde la lejanía acerca de su gente y las diabluras más recientes a que se entregaban?
Cómo librarte de la suciedad: no es una cuestión nueva. Es una vieja cuestión que te roe como una rata, que no te suelta, que te deja una herida asquerosa y supurante. Mordedura del fuero interno.
-Veo que la Fuerza de Defensa vuelve a las andadas –le comenta a su padre. Esta vez en Botswana.
Pero su padre es demasiado cauteloso para picar el anzuelo. Cuando abre el periódico, se lo salta todo hasta llegar a las páginas deportivas, dejando de lado la política…la política y las matanzas.
Su padre sólo siente desdén hacia el continente que se extiende al norte de donde ellos se encuentran. A los dirigentes de los estados africanos los despacha con la palabra “bufones”: tiranuelos que a duras penas saben escribir su propio nombre, que van de un banquete a otro con sus Rolls Royces con chofer, que viven al estilo de Ruritania festoneados de medallas que ellos mismos se han concedido. Africa: un territorio de masas hambrientas y bufones homicidas que la tratan con prepotencia.   
-Han entrado en una casa de Francisctown y matado a todo el mundo -insiste él de todos modos-. Los han ejecutado, incluso a los niños. Mira. Lee la noticia. Viene en primera plana.
Su padre se encoge de hombros. No puede encontrar palabras lo bastante amplias para abarcar la repugnancia que le causan, por un lado, unos matones que asesinan a mujeres y niños inocentes y, por otro, unos terroristas que guerrean desde refugios situados al otro lado de la frontera. Resuelve el problema enfrascándose en los resultados del críquet. Como reacción a un problema moral, es inadecuada. Sin embargo, ¿mejor es su propia manera de reaccionar, esos accesos de rabia y desesperación?
(“Verano”, J.M. Coetzee, pg. 11-12)

viernes, 7 de diciembre de 2012

Los Stalin

Todos los habitantes del área quedamos muy impresionados el día en que vimos llegar las estatuas, los colosales monumentos que los dirigentes hacían desaparecer de los pueblos y ciudades de la Unión. Eran los noventa, yo había crecido, sabía que aquellas estatuas no solo eran lo que en el colegio nos decían que eran y había aprendido también que el área, mi mundo, no era el mundo entero.

 Las estatuas de Stalin fueron las primeras en llegar. No sé por qué, pero las de Lenin no entraron en la fundición hasta transcurridos unos meses. Llegaron también algunas de Marx, pero pocas. Los Stalin llegaban en plataformas especiales, tumbadas de lado y atadas o, alguna vez, partidas, las piernas en un vagón y la cabeza y el cuerpo en otro, a veces en posturas un poco ridículas. En cuanto desataban los Stalin, los imanes los izaban y los dejaban caer sobre el suelo de acero. El cuerpo y las piernas se rompían con facilidad después de dos o tres caídas a pesar de estar arropadas con los pliegues del abrigo con el que solían vestir las estatuas. Las cabezas, sin embargo, a veces eran macizas y rebotaban. El interior de algunas de ellas había sido reforzado con estructuras de aleaciones diversas y muy resistentes. Si el Stalin era lo bastante pequeño y cabía en la boca de los hornos, el proceso era sencillo: el cuerpo entraba como si de un horno crematorio se tratase. Pero si era demasiado grande, resultaba imposible romperle la cabeza. Habían intentado cortarla, despuntar algunas partes del cabello, la nariz, las partes más prominentes de las mejillas y de los pómulos, pero las sierras se desgastaban, los dientes de las piezas macizas de fundición se mellaban. La única solución que les habían dado era colocar una carga explosiva en el interior de la cabeza, enterrarla y hacerla estallar. Si no la enterraban podía volverse una bomba de consecuencias imprevisibles; la metralla volaría en todas direcciones.

 Era demasiado trabajo, y al final decidieron dejarlo correr. Las cabezas de Stalin, desfiguradas por los golpes y cortes que habían recibido, observaban desde un rincón cómo se retomaba una y otra vez el ciclo de la fundición, el rojo vivo del hierro que poco a poco se volvía gris y negro. (De uno de los relatos de "Los cuentos rusos" compilados por Francesc Serés últimamente)

jueves, 6 de septiembre de 2012

La Masacre de Putis